El enganche del caracol
Llegué a la casa de Lucía un poco antes de ingresar a la universidad. Era invierno. Recuerdo que el anuncio del periódico decía claramente que uno de los requisitos fundamentales para rentar la habitación era que yo fuera mujer. Sin embargo aquel día cuando fui a la entrevista, la tía y la mamá de Lucía me miraron muy bien de arriba abajo. Y yo no sé qué impresión le habré dado que a la semana llamaron pero la cuestión es que a la noche siguiente estaba cenando con ellos.
Era una familia de verdad agradable, simple, de buenas maneras. Nada fuera de lo normal. Lucía en un principio no me llamó la atención. Yo apenas había comenzado la universidad. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Era 1998, había leído un par de autores como Ray Lóriga y Gabriel García Márquez. Pero nunca me interesó la literatura hasta después de conocer a Lucía.
- Oye -me dijo una vez.
- ¿Me hablas a mí?
- Sí, ven.
Ambos estábamos en pijama. Lucía se encontraba desparramada en él sillón de su sala. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente ella debería estar en el colegio y yo en la universidad. No había nadie más en la casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla. Últimamente me bañaba seguido, pero justo ese día no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi cuarto. De repente me entró el pánico.
- Me... parecen... bien... los Tiny Toons.
Y en seguida, agregué:
- No son como los originales. Pero me parecen bien... los Tiny Toons.
A Lucía le quedaba bien su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa era un poco idiota pero eso no la disminuía en lo absoluto. Cogió el control remoto con ambas manos y lo agitó en frente mío.
- Yujuuu... Roberto...
- ¿Qué pasa?
- Te pregunté si querías cambiar -Lucía modificó el tono de su voz.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
La verdad era que me parecían dibujitos animados horribles. Era un programa muy aburrido y a Lucía le parecía gustar de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa, escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que llevármela a la cama, tenía que hacerla mi...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía torció un gesto.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa. ¿En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa? ¿En qué momento?
- No lo sé. Nunca me lo había preguntado.
Lucía sonrió mirando la pantalla del televisor mordiendo el control remoto, sosteniéndolo con ambas manos.
- Me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas.
La bulla de los Tiny Toons hacía la escena extraña, como si se tratara de un sueño.
- ¿Y qué más has escuchado?
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
- Bueno, caminaba una tortuguita así de chiquita -dijo Lucía, mientras calculaba el tamaño promedio de una tortuguita con ambas manos-, cuando se le apareció una lagartija así de chiquitita -Lucía hizo otro gesto con los dedos-. Y bueno, pues, esta lagartijita le dice a la tortuguita: “Hola, amiga mía, ¿adónde vas?” Y la tortuga le dice: “Voy al pueblo, lagartijita”, y entonces ella dice: “Yeee, ¿puedes llevarme encima de tu caparazón, tortuguita?” Y la tortuguita dice: “No. No sale”.
Lucía volteó y me miró nuevamente a los ojos, lanzó una carcajada. Creo que me estaba tomando el pelo. Era la primera vez que hablábamos. Acababa de entrar a su casa con un par de maletas. Estábamos en mi habitación, yo estaba desempacando algunas cosas.
- Sabes que las lagartijas no se sienten, cuando se te sube una ponte ni te das cuenta...
- Sí, bueno, ya.
- Bueno -Lucía siguió-, siguieron un par de kilómetros así, y un sapo que pasaba por ahí dijo: “Hola tortuguita, ¿adónde vas?” Y la tortuga, medio cansada de todo, le dijo: “Voy al pueblo, señor sapo”. Y el sapo, que no era muy querido por nadie entonces, le preguntó a la lagartija: “¿Y tú lagartijita, adónde es que vas?” A lo que la lagartija le respondió: “Aquí nomás me quedo, pues ¡sapo conchetumadre!”.
Entonces era jueves y había llegado de la calle después de vagar mucho sin haber siquiera pisado la universidad, y en el camino me había encontrado con esta chica que se llamaba Chanel o Chantillí, o algo por el estilo, y era una chica que llevaba el pelo muy pintado de negro, en punta, maquillaje blanco sobre los pómulos y un montón de escarcha en los hombros. Un pantalón roto con un cinturón lleno de púas y un tatuaje que decía “Ohh such a perfect day, you just keep me hanging on... you just keep me hanging on”. La cosa es que yo no conocía muy bien a esta chica, y andaba medio borracho, así que le dije sin más okey, bueno, pasa. Si no tienes nada mejor que hacer.
Y yo no lo hubiera hecho si no hubiera pensado en que me la iba a tirar. Cosa que no hice. Nada más esta chica desfiló por la casa de Lucía, en Los Álamos, ante la mirada atenta de su mamá y de su tía. Y Lucía, por otro lado, se quedó mirándome largo rato antes de encerrarse de nuevo en su habitación.
Esta chica hablaba y hablaba. Hablaba sobretodo de sus cosas y no me daba pase, no me dejaba hablar. No le interesaba en lo absoluto quién era yo, y pensaba que Lucía era mi hermanita menor. Así dieron las doce, la una, las dos. Y la chica no se iba. Apenas tuvo tiempo me enseñó bien su tatuaje con la letra de la canción de Lou Reed. Unos años después, cuando hablé con Lucía de aquella noche, Lucía me dijo que se había puesto celosa. Por lo que yo me puse a pensar después en que a Lucía tal vez yo le gustaba desde hacía mucho tiempo atrás, y me pregunté si ella me habría elegido como las niñas eligen a los niños.
Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía hacía del ambiente de la cocina un lugar agradable. Caía todo el sol de primaveral encima nuestro. Se podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso del olor a marihuana.
Lucía sonrió. Me dio la espalda y dejó que la mirara un poco mientras hacía cosas y no decía ni una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre los dos. Al menos en esa época era así. El short azul que traía puesto le sentaba muy bien.
- Oye, ¿crees que no sé diferenciar el olor de un cigarro de marihuana?
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso. Y en seguida lanzó una carcajada.
- Oye, ¿quieres probar un poco de esto? -dijo, después de un rato.
- No. Gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie. Te lo prometo.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?
Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras, y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué clase de rico será? o ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia soledad? Una fuerte brisa invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por ahí. Prendí un wiro. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosa blanca y pardusca. Corría por todos lados como un loco. Todo estaba a oscuras y había cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa todo seguía igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La señora me habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, San Isidro, Magdalena, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos estaban a oscuras.
Más tarde, cerca de las nueve de la noche. Salí de mi cuarto en busca de algo bueno qué comer en la cocina. No habían muchas cosas mías y yo no cogía nada que no fuera mío. Así que tomé una manzana y la lavé en el lavadero. Como había apagón, todo estaba quieto y en silencio. Volteé después y me apoyé en el lavatorio. Me quedé un rato ahí, en silencio, cuando vi que no estaba solo.
- Diciembre, así como los cumpleaños y los primeros días de clases, son las épocas más horribles del año. Son las más aburridas e inútiles. Hasta ahora no sé por qué tenemos que pasar por diciembre. Deberían modificar el calendario y hacer que de noviembre se pase de frente a enero. ¿Quién necesita las estúpidas reuniones, los intercambios de regalos, los árboles de navidad, el año nuevo?... -Nunca esperé ver a Lucía así. Había pasado ya como un año desde que vivía con ella y mi presencia en su casa significaba para ella algo así como tener un hermano. Claro que yo era un hermano con el que de alguna manera u otra ella podría tener sexo alguna vez. Le estaba dando la espalda a aquella ventana, por lo que Lucía estaba a contraluz. El clima de la época era extraño. Era diciembre, así que recuerdo que había un gran desorden aquí y allá, porque según la gente con el 2000 se acababa el mundo, lo cual no sería una gran perdida. Según Lucía se iba a escuchar una gran explosión, luminosidad, y todo se iba a volver blanco. Luego le di de fumar marihuana por primera vez. Al principio yo me había negado rotundamente pero luego salió ella con eso de que si no le daba yo se lo iba a pedir a alguien más en la calle. Sus papás se habían ido de viaje, no recuerdo a dónde, así que no había mucho problema. Su tía se había quedado dormida y luego había salido retrasada a una reunión. En la casa de Lucía, en Los Álamos, nunca se imaginaron el trágico desenlace que tendría mi relación con ella. Me contó entonces de su ex, un escritorcito que nunca llegó a publicar nada, que un buen día de invierno de 1997 le dijo que ya no la quería, y Lucía quedó destrozada con sus quince años recién cumplidos y un naranjo en flor (qué fea metáfora, ¿no?) y luego me vio llegar un día, después de mucho tiempo, con un par de maletas. Y no fue hasta aquel diciembre en que me animé a abrirme paso entre un montón de ropa sucia y un montón de discos en desorden hasta donde estaba ella, diecisiete años, un cigarro de marihuana que tal vez ni siquiera quería fumar, sólo para verme llegar...
- Sí pues -le dije entonces a Lucía-, la gente que solía comprarle a Las Diablas compraba un par de soles de la marihuana más ponzoñosa de Lima, eran en su gran mayoría estudiantes de secundaria, vagabundos sin casa y gente que había cometido el error de nacer en Magdalena, como yo. Entonces tendría catorce o quince años y mis papás estaban separándose. Yo me hacía el que no escuchaba o el que no entendía y después me iba, cada mañana de verano, a comprar a donde Las Diablas. Me iba a fumar y a jugar Súper Nintendo a galerías Brasil con la Hilacha. Sí te he contado de él. Ya no recuerdo mucho de ésas épocas, pero puedo asegurar que pasé aquel verano con los ojos rojos, jugando Súper Nintendo. Es una rutina que no le recomendaría a nadie, pero entre las peleas y los platos rotos y los llantos y la música de Kurt Cobain saliendo de la radio a pilas de mi habitación, dicha vida, puede decirse, fue más digna de lo que cualquiera podría esperar. Recuerdo la primera vez que me fui de casa. Cogí un pan de molde, uno de yema y uno de maíz. El de yema me lo fui comiendo en el camino. Con lo que tenía para vivir el resto de mi vida, cuatro soles cincuenta, me gasté la mitad en donde Las Diablas. Recuerdo que era marzo y que a ellas les iba bien el negocio de la hierba ponzoñosa que le vendían sobretodo a los estudiantes de secundaria que pasaban antes de clases para alucinar bien al profe. De eso les escuchaba hablar sentado en el sillón mientras esperaba que armaran mi paco. No llegué muy lejos, de verdad. Odio admitirlo pero preferí mil veces volver a casa y enfrentar a mis padres. Al menos podría fumar al día siguiente tranquilo, y guardar lo que me quedaba de dinero en un paco y en media hora de Súper Nintendo.
Era una cosa extraña. Cuando entré a la cocina estaba allí, en la mesa, arrastrándose como una cosa babosa, con un par de antenas a cada lado. Era, sin duda alguna, el caracol más grande y por ende el más asqueroso que había visto en mi vida. Fue cuando Lucía y su mamá entraron y miraron la escena, todavía con las bolsas del supermercado colgando de sus manos. Cuando se dieron cuenta de lo que iba a hacer, la mamá de Lucía dejó caer la bolsa de supermercado amarilla que traía consigo.
Resulta que el caracol era su mascota, o algo por el estilo. Vivía en un bonsái, colgado de una rama, haciendo equilibrio la mayor parte del tiempo. Siempre me miraba con aquellas antenas tan horribles que desplegaba de vez en cuando. No tenía nombre pero a veces Lucía lo llamaba “mi caracol favorito” o “mi caracolito”. En el tiempo en el que viví en casa de Lucía, no me percaté de la presencia del animal hasta que pasó más de un año. Fue un año de mi vida en el que no supe nada de aquel caracol, y fui feliz. Desarrollé una especie de fobia hacia él. Lo cual resulta curioso, tomando en cuenta que durante toda mi vida los caracoles pasaron desapercibidos en la pista o en el pequeño jardín de mi casa. De niño, solía levantarlos de su caparazón, despegándolos del suelo. Pero nada más. Recuerdo que dejaban una especie de estela verde a su paso.
Una vez le pregunté a Lucía por él. Le pregunté si lo tenían desde hacía mucho tiempo. Era de noche, y la luz del televisor nos caía en la cara. Los colores y las figuras se reflejaban en las paredes de la sala. Lucía descansaba en mi pecho.
- Uff... -exclamó Lucía- desde hace tiempo...
Me quedé callado. Quería decirle yo odiaba al caracol. Que desde que lo había visto tenía algo en contra mío. No era un caracol normal, como los que hay en los parques. De ésos que paran todo el tiempo dormidos, escondidos, sin molestar a nadie. Este era un caracol de verdad bien grande.
- ¿Y dónde ha estado todo este tiempo?
- Los caracoles pueden dormir hasta cinco años seguidos... -Lucía hizo un chasquido con sus dientes-. Mi mamá lo despertó roseándole un poco de agua encima... es que a veces los caracoles pueden... secarse, ¿me entiendes? Necesitan que alguien les dé un poquito de agua para seguir viviendo...
Lucía abandonó su posición inicial. Me miró asustada.
- No estarás pensando... -la oración de Lucía quedó interrumpida. Un ahogado silencio se apoderó de la habitación entonces.
- ¿Qué?...
- Nada...
Lucía se tranquilizó. Volvió a acomodarse. Lucía se pasaba la mayor parte del tiempo hablando muy seriamente de libros y de escritores poco conocidos, siempre me decía que su antiguo enamorado había sido un escritorcito de mierda que nunca llegó a publicar nada, y que la dejó porque ya no la quería más. Y ella quedó destrozada.
Volví con el tema de aquél animal.
- ¿Hace cuánto tiempo que está aquí?
- ¿Quién?
- El caracol.
- No sé. No lo recuerdo...
¿Cómo alguien podía criar un caracol?
- ¿Dos? ¿Tres años?
Lucía:
- No... mucho más.
Lucía se hizo la dormida.
- ¿Cuánto? ¿Cuánto?
- No lo sé, Roberto, no lo recuerdo...
La acaricié. La luz del televisor le caía en la cara y eso le daba cierto aspecto.
- Haz un intento, por favor...
Mis amigos tenían razón. Antes de lo esperado ya estaba hablando como un enamoradito de mierda.
- Yo tendría unos... Pongamos que está aquí desde hace unos... seis años...
- ¡Seis!
Lucía abrió un ojo. Sonrió.
- Sí.
- Dios mío... ¿Están locos?
Lucía se sentó. Tenía el pelo pegado en la sien y me miraba molesta.
- ¿Qué te pasa?
Se levantó y se fue. Pude escuchar que azotaban una puerta.
Estamos en la cocina. Hace poco he comprado una cajita para hacer pudín. A mí me encanta el pudín. De vainilla, fresa, chocolate... Sobretodo de chocolate. Esta vez yo muevo con un enorme cucharón una olla llena de pudín de chocolate a fuego lento.
- Esto es excelente -pensé.
Lucía iba de un lado a otro haciendo panes de jamón y queso. Hacía tiempo que yo había comprado aquella cajita de pudín de chocolate y lo había olvidado en algún lugar de la alacena, detrás de algunas cosas (menestras, sobres de gelatina, sartenes, etc). Así que este sábado a la noche de invierno, mientras el espantoso caracol de Lucía avanza rítmicamente por el borde de la ventana, ella se acerca, me da un beso en la boca y me dice:
- ¿Qué harías si yo te dejara?
No le contesto nada. El caracol de Lucía mueve de manera simultánea, pero dispar, ambas antenas, una más larga que la otra. Lucía acaricia su caparazón un segundo y le dice en susurros: “caracolito, mi caracolito”, y después lo deja.
- Vamos... ¿qué harías? Dímelo...
Lucía quiere hacerse la interesante. No hay nadie en casa, por lo pronto me dedico a escuchar y a prestarle atención a todo: el pudín, Lucía, el caracol, los panes de jamón y queso... Siento que Lucía me toca el trasero. Me pongo en guardia. Por el tragaluz de la cocina de la casa de Lucía se filtran las nubes y el espectro de la luna, que agoniza. No hay ni una sola estrella...
Me vuelve a besar. Yo llevo el cucharón embadurnado de pudín de chocolate todavía caliente y Lucía le da una lamida. Luego me vuelve a besar. Nos abrazamos. Escucho que Lucía musita mi nombre y dice: “te amo, te amo”. En seguida nuestra pasión se ve arruinada por el asco y la repulsión que tengo hacia el caracol de Lucía, que nos mira. Lucía pregunta:
- ¿Qué te sucede?
- Nada... nada -le digo-, no pasa nada.
Ambos miramos aquella cosa. El caracol, que ha llegado a lo que es el lavatorio, nos mira.
- No te entiendo, Roberto -dice Lucía- no te entiendo...
Vuelve a la mesa donde sigue haciendo panes con jamón y queso. A los que son para ella les unta mayonesa. En seguida vuelve con eso de:
- ¿Qué harías si yo te dejara?
Pruebo el pudín de chocolate. Está listo.
- Comería pudín -le digo.
- ¿Qué?
- Ya sabes.
El caracol continúa moviéndose. Ahora está encima de una hoja de lechuga, se la come. Lucía dice:
- Vamos a la sala -cargando los panes de jamón y queso, y una Inca Cola. Y yo meto el pudín de chocolate en una gran fuente y la meto a la refrigeradora.
- ¿Nos está mirando? -le pregunto a Lucía, antes de abandonar la cocina, señalando al caracol.
- Claro que no, idiota.
Me encontré con John en la esquina, estaba apoyado en la pared del ICPNA y casi no lo veo al pasar. Me hizo una seña con un dedo diciendo que la flaca con la que había quedado en encontrarme estaba adentro esperándome. Asentí y seguí mi camino. Le di mi entrada al de la puerta. Entré a la exposición por una escalera que ya había bajado en alguna otra oportunidad. Era una exposición de arte plástico, de un tipo cuzqueño con apellidos gringos.
La chica con la que había quedado en encontrarme estaba de pie frente a una casa transparente hecha con botellas de plástico, adentro colgaban pequeñas macetas de algo que podría ser “llamaplata”.
- Hola -le dije, golpeándola levemente con los folletos que había cogido en la entrada.
La chica se llamaba Adriana. Tenía el pelo ondulado y tez blanca. Esa vez llevaba un vestido largo y sandalias. Por lo general, Adriana andaba siempre riéndose de todo. Cosas que para mí carecían por completo de sentido.
- Droguer -dijo Adriana, como si en el fondo de su alma se desprendiera un montón de emociones-, esto está locazo. ¿Haz visto? -señaló un punto en la nada a su derecha- es de cartón reciclado...
- Oye, disculpa que llegue tan tarde.
- No te preocupes.
- ¿Te he contado del virus de mi computadora?
Caminamos por la galería. Había una casa hecha de ladrillos de cartón reciclado, adentro la mesa, la silla y la lámpara estaba suspendidos en el aire.
- ¿Qué le pasa a tu computadora? -preguntó Adriana.
- Tiene este virus que no me deja en paz. Siempre se abren páginas con una especie de buscador de Internet Explorer con palabras como Viagra, Xanax, Phentermine, Online Pharmacy, Firewall, etc...
- Qué extraño.
- Es horrible. ¿Llevas esperando aquí mucho tiempo?
- No, en realidad, acabo de llegar. Me encontré a tu amigo afuera.
- ¿A John?
- Sí. Ese.
Por la expresión de Adriana pude ver que estaba fuertemente desanimada. Cogimos un par de copas de champaña que pasaban al vuelo. Alrededor nuestro había gente bien vestida, algunos extranjeros. Se podría decir que era un ambiente “fashion”. Yo llevaba una camisa a cuadros, un blue jean y unas hojotas de cuero. Lo mejor de mi guardarropa.
- ¿Sabes qué más hace este virus? Hace que siempre salga esa ventanita que dice: “Este programa ha efectuado una operación no admitida y será interrumpido”...
- ¿Haz visto a esa chica de allí? -preguntó Adriana- La que está con el tipo que tiene una bolsa de piel de carnero.
- Ajá.
- Yo puedo mandarme a hacer un pantalón igual, ¿no crees?
La chica a la que Adriana se refería era quizá la chica más bonita de la galería. Le di un sorbo a mi copa de champaña. La chica era rubia, sonreía, tenía una blusa de franela y de allí se asomaban un par de tetas carentes de sostén. Su pantalón combinaba con la blusa y era holgado, y llevaba un par de botas marrones de cuero.
- Se me vería regia -dijo.
- Sí.
Vimos a John precipitarse por las escaleras.
- Me plantaron -nos dijo-. Me plantaron feo.
- Ya sabíamos -le di otro sorbo a la copa de champaña.
Adriana se alejó mirando lo que era una especie de plataforma alta, con pasto artificial, de la que colgaban partes de un bote.
- Rayos -dijo John, hablándome un poco más despacio a un oído-. Quería que esa huevona me la chupe de nuevo.
- ¿Quién?
- Una huevona...
- Este es el mejor... -interrumpió Adriana, con una expresión aguada en la cara.
- ¿Qué es eso? ¿Un bote? -Preguntó John.
- ¿Mejor que la casa hecha con ladrillos de cartón reciclado?
- Mucho mejor, mil veces mejor.
- ¡Pero ahí la mesa y la silla están flotando en el aire!
- Bueno...
Cambiamos de dirección. John y yo hablamos de chicas buenas. Luego nos quedamos mirando una estructura que es como un triciclo con una especie de andamiaje de metal del que cuelgan piedras talladas sujetas por gruesos alambres de fierro. Nos quedamos mirando callados un rato aquella cosa, mientras un tipo vestido con una camisa a rayas y un pantalón a cuadros le toma fotos a aquellas piedras como un loco. Aprovecho que John está viendo la especie de invernadero de botellas de plástico para preguntarle a Adriana el motivo de su actitud, y espero que me diga cosas como: estoy así porque quiero tener sexo contigo right now. Pero en lugar de eso, ella me mira con sus dos grandes ojazos y me dice:
- Estoy con mi periodo.
- ¡Ah!
- ¿Cómo dicen? -pregunta John.
- Que estoy con “la delgada línea roja”...
- Ah, mmm... -dice John-. ¿Y te duele?
Adriana asiente en otra dirección. John aprovecha y me dice:
- ¡Mira! Droguer, mira... Uno de los personajes de Desesperate Housewifes...
- ¿Desesperate Housewifes?
- Una serie de televisión.
- Oye, esto está muy aburrido -le digo, cogiendo otra copa de champaña-. Vamos a fumar al baño.
- Vamos.
En el baño de caballeros no hay mucha gente y John se mete a uno de los cubículos. El baño es oscuro y moderno. El lavatorio y el piso son de piedra negra. Mientras John está metido en el baño me pregunta si es que pienso llevarme a Adriana a la cama, a lo que yo le respondo que no, por lo que ahora según él hay más posibilidades de hacerlo con ella.
- Creo que es lesbiana -le advierto.
- ¿Quién?
- Adriana...
Entran un par de señores en terno. Conversan de cosas que no entiendo y me lavo la cara. Me seco con el papel higiénico que hay a un costado. Me miro en el espejo. Pienso en lo que le acabo de decir a John y me río. Uno de los señores pregunta mientras está orinando:
- ¿Huele a marihuana?
Salgo disparado. Vuelvo a la galería. Adriana conversa con alguien a quien creo he visto alguna vez en televisión. Ahora hay el doble de gente. Hay el doble de mozos pasando con bandejas. Cojo otra copa y una especie de triple chiquito. John me llama y me pide que lo acompañe. Llamo a Adriana y le pido lo mismo.
Caminamos entre mozos en la zona donde hay una escalera de emergencia y los baños. Pasamos por una puerta donde salen los mozos que creo que es la cocina. Entramos a otra sala, otra exposición. Esta vez es de fotografías.
No pasa mucho tiempo para que Adriana se pierda sumergida en las fotografías de colores y formas extrañas. Cuando John y yo nos disponemos a hablar de las chicas buenas que hemos visto, es cuando sucede. No sé en qué momento sucedió o qué fue lo que pasó o por qué los planetas se alinearon de tal manera esa noche, la cuestión es que ahí estaba ella, Lucía, cubierta con un vestido negro y el pelo rizado que nunca había visto antes. Al principio fue un poco difícil reconocerla, pero ahí estaba, conversando con la mujer a la que John había llamado “personaje de Desesperate Housewifes”.
- ¡Rayos!
- ¿Qué te pasa?
- ¡Rayos! ¡Maldición!
- ¿Qué?... ¿Qué?
Me di vuelta de inmediato, lleno de pánico. Caminé hasta la puerta. Un vacío se apoderó de mí y me dieron nauseas. De un sentimiento de vacío en el estómago pasé al de dolor. Tuve un fuerte dolor en el estómago, como si mis jugos gástricos estuvieran revueltos en una especie de marea.
- Roberto... ¡Roberto!
Visualizando mi departamento, en Lince, un lujo que apenas me puedo dar, visualizando el amanecer pálido que se aproxima a las cuatro de la mañana, con combis y carros que atraviesan la avenida Arenales de cabo a rabo, del centro de Lima a la Javier Prado...
Hice una mueca de dolor que resultó genuina.
- Haz cambiado mucho -le dije, cuando la tuve a una distancia adecuada.
- Claro que he cambiado, cómo no voy a cambiar, si ha pasado... ¿cuánto?.... ¿Tres años?
- Creo que un poco más.
- Hola -interrumpió John.
- Hola -dijo Lucía, asintiendo con la cabeza.
- John, ella es... Sí te he contado de ella.
- ¿Quién?
- Lucía, me llamo Lucía.
- Hola -dijo Adriana.
- Hola, me llamo Lucía.
- Ahhh... -dijo Adriana-, así que tú eres Lucía.
- Sí, yo soy Lucía.
- Lucía...
John asintió. Tenía una gran sonrisa en el rostro.
- Pero qué tal reencuentro -dijo Adriana-. Droguer, qué pasa. Te has puesto pálido.
Hice como que me reía.
- Es que...
- ¿Ya les contó la historia? -preguntó Lucía.
- ¿Cuál de todas?
- Nuestra historia.
- Por eso, cual de todas -señaló John.
- Ya saben. La historia completa de nuestra relación. Cómo un día llegó con un par de maletas a mi casa y cómo convivimos casi como hermanos.
- Esa parte sí me la sé -dijo Adriana.
- A ver... ¿qué más? -Lucía se llevó un dedo a la barbilla.
- Cuando torturé al caracol de tu mamá metiéndolo en un envase de sal -le dije.
Lucía asintió con la cabeza. Adriana y John se rieron a carcajadas. Alrededor nuestro la exposición continuaba y todos conversaban. Pasó un mozo con más butifarras y todos cogimos una.
- Es cierto. En mi casa mi mamá tenía un caracol. Cuando Roberto y yo fuimos enamorados. Había estado dormido por años. El caracol, digo. Cuando la relación entró en crisis, porque pasábamos demasiado tiempo juntos...
- ¡Lo empecé a torturar! -grité- ¡Lo pinchaba con alfileres! ¡Le echaba sal encima!
- ¿Qué te pasa? -preguntó Adriana.
- No fue por eso que terminamos.
- Uy -dijo John.
- Fue porque... porque...
- Vamos, dilo...
Lucía, Adriana, John, y la mujer que se parece al personaje de Desesperate Housewifes se quedaron mirándome fijamente.
- No. Sabes qué, no he pasado cinco años tratando de olvidarte y de olvidar lo que pasó para que hoy todos puedan reírse de eso de una exposición de mierda...
- Oye, cálmate -dijo Adriana.
- Lucía... Te fuiste con otro, preferiste a cualquier otro antes que a mí.
- Oh, eso no es cierto. Tampoco te pongas así... Roberto, eso pasó hace años.
Me fui al baño. Me fui como una niña ofendida en el cumpleaños de su mejor amiga. Yo no soy así. Yo no soy así. Yo no soy así. Cuando salí, después de lavarme la cara, John me estaba esperando.
- Acompáñame.
Lo seguí por una escalera hasta un estacionamiento. Ahí sacó un pedazo de wiro, lo prendió y me lo ofreció. Nos pusimos a fumar sin decir una palabra. Después de un rato, antes de bajar, me dijo:
- No te pongas así, estás haciendo el ridículo.
De vuelta a la galería la busqué con la mirada. Lucía estaba conversando con alguien. Antes de ir a su encuentro me tropecé con Adriana que estaba histérica al enterarse de lo que había hecho yo con aquel caracol.
- Eres un degenerado.
- No me molestes ahora. No es buen momento, Adriana.
- ¿No lo pudiste pisar, simplemente?
- No, tenía que ver como moría lentamente...
- ¿Te imaginas cuánto debe haber sufrido antes de morir?
- No más que yo.
Me deshice de Adriana.
- Lucía, necesito hablar contigo.
Lucía y la persona con la que estaba hablando me miraron fijamente.
- Estoy a tu completa disposición.
- Pero no puedo conversar de esto acá...
- Bueno.
Tuve este amigo, Rex, que se volvió completamente loco después de que su novia lo dejó. Hizo de todo para olvidarla. Se fue de viaje. Se fue de putas. Una noche me lo encontré borracho tendido en un parque, tratando de recordar dónde había estado y dónde había dejado sus llaves.
Finalmente un buen día, dicen que Rex se olvidó por completo de esa chica. Un cuatro de enero, por decir algo, se levantó de la cama presintiendo que algo pasaba. La había olvidado por completo. Ya no más llantos. Ya no más ansiedad. Ya no más teléfono que no suena. Ya no más recriminarse inútilmente por nada.
Entonces, uno de ésos primeros días de enero, mi amigo Rex salía a la calle cuando se fijó en el árbol de navidad que estaba relegado a una esquina. Era un árbol de navidad verde limón de plástico, lo recuerdo. Para él desarmar el árbol de navidad un, digamos, diez de enero, no era una tarea difícil. Era más bien un ritual purificador que lo eximía del mes de diciembre.
Pero mientras desarmaba el árbol de navidad percibió el olor. Era parecido al olor característico de alguien. Un olor femenino. Como el olor a pino de algunos desinfectantes. El olor de alguien a quien quiso mucho alguna vez. Es más, conservaba aún la consistencia de las mejores épocas, el olor negro y ondulado de su pelo, cuerpo y brazos. Mi amigo se sobresaltó. ¿Qué estaba pasando? El olor se aferró a él. Lo percibía en su propia ropa, en la soledad de su cuarto. Cuando estaba caminando por la calle y una chica pasaba junto a él, era el olor de ella el que lograba percibir. Y mi amigo, pues, nunca había notado lo fuerte e importante que es el sentido del olfato. El olor de su ex estaba en los envases de plástico, en el olor a cloro de la piscina, en los restaurantes y en el verano.
Entonces, Rex tuvo que acostumbrarse a su nueva situación. Era una especie de condena. Pronto, en lugar de mirar las cosas se detenía a olerlas. En el Centro Comercial, en lugar de probarse algo y verse en el espejo, se limitaba a oler las cosas. Si olía algo diferente, se lo llevaba. Lamentablemente, pocas cosas olían diferente.
Por fin, un buen día de febrero, Rex decidió ir a Salud Mental.
- Esto es clásico -dijo el psiquiatra.
- ¿Qué tengo, doctor? ¿Puedo curarme?
- Me temo que no. Este mal es tan nuevo como la Anorexia y se extiende por entre los jóvenes de más o menos su edad, su estatura y condición social.
- ¿Qué quiere decir?
- Usted sufre de un mal parecido a la dislexia.
- Pero doctor...
- Déjeme explicarle, el olor que usted percibe en las cosas no es el olor real de las cosas. Es el olor que usted quiere que tengan las cosas. El sentido del olfato es el más sensible de los sentidos, y usted lo está manipulando inconscientemente por... Bueno, pueden haber muchos motivos. Digamos que usted es un “daltónico del olfato”. Dígame, ¿extraña mucho a alguien?
La pregunta quedó suspendida en el aire.
- No.
El doctor asintió.
- Le voy a recetar estas pastillas...
La locura de mi amigo Rex se fue apoderando de él cada vez un poco más. Llegó el día en que no sólo la olía sino que la veía en todas partes. En su casa, en la oficina, en el espejo. Dicen que mi amigo Rex se masturbaba oliendo su propia ropa interior, jugueteando con su ano y sus tetas. Un buen día de verano, dicen que se tiró de su azotea, gritando.
Salimos. Caminamos un rato sin decir una palabra. Al terminar la cuadra, nos metimos a un pequeño parque en el que Lucía y yo nos sentamos. Frente nuestro hay un enorme árbol. La calle está iluminada por postes de luz y faroles de carros que pasan sin cesar.
- Está bien. De qué querías hablarme.
Me quedo callado, sin decir una palabra. Me limito a mirar al piso. Encuentro un caracol con la mirada, lo pateo.
- No sé. Yo te quería hablar de tantas cosas hace años...
- Roberto, estoy feliz con la forma en que terminaron las cosas. No fue de la mejor manera que hay, pero...
Continúo mirando el piso.
- ...torturaste al caracol, bueno, todos cometemos errores, y tal vez yo sí te di motivos para que pensaras que me veía con otro...
Continúo mirando el piso.
- ...y tu personalidad, bueno, no reaccionó de la mejor manera.
- No tengo una personalidad desquiciada, ¿okey?. A ti no te engañaron, tú no te quedaste sin casa.
- Te fuiste porque quisiste, Roberto. Nadie te botó.
- ¿Y qué querías que hiciera? Estaba al borde, Lucía...
- No digas eso. Yo estuve enamorada de ti años antes de empezar nuestra relación.
- Es no significa nada.
Continúo mirando el piso.
Soñé que estaba en la casa de Lucía, hace cinco años. Estábamos sentados, viendo una película. Estaba lejos de ella, y Lucía tenía la cabeza apoyada en un cojín. Sin hacer ningún gesto, yo decido ponerme de pie y sentarme junto a ella. No nos besamos, pero nos acomodamos y nos abrazamos. En el sueño no pasaba nada más. No tengo ningún recuerdo de qué trataba la película.
Me despierto agitado a las cuatro de la mañana. Estoy bañado en sudor y desnudo. Junto a mí está el empaque del helado de chocolate que me comí antes de dormir para pasar la borrachera. El helado me ha caído mal, y mientras estoy echado en la cama me duele mucho el estómago y emite sonidos molestos. No quiero pensar más en Lucía pero la imagen del sueño no me deja dormir.
Me pongo de pie y camino por el departamento. Tengo la ventana abierta y desde ahí veo las calles sucias y los automóviles que pasan de cuando en cuando. Me tomo un vaso de agua de caño y boto el envase de helado a la basura. Me vuelto a acostar desnudo en la cama y sueño en que Adriana es lesbiana de verdad y John y yo vamos con ella a México, donde asesinamos a golpes al rey de México, a quien le ganamos una guerra jugando pataditas en la selva (¿hay selva en México?) y el caso es que yo no recuerdo cómo lo asesinamos ni en qué momento, pero tenemos que huir.
Adriana y John cuentan muy sueltos de huesos cómo asesinamos al rey de México, después de que yo le ganara jugando pataditas en la selva. Lo matamos en una cabaña, golpeándolo en la cabeza varias veces con un coco. Y cuando les pregunto que por qué matamos al rey de México, Adriana y John me dicen por favor, que ya estamos 2010, que cómo era posible que todavía existiera un rey de México.
Luego vamos a otro país, en mi sueño, y tenemos que lidiar con un chino actor de cine que pretende algo así como vengar la muerte de aquel rey de México, y es cuando yo les pregunto, somnoliento, a Adriana y a John, si de verdad hemos matado al rey de México, porque yo no lo recuerdo, y ellos me dicen que sí, por Dios, que yo lo sostuve por detrás mientras ellos lo golpeaban en la cabeza con un coco. Y mientras estoy dormido, en mi sueño, yo me puedo recostar en Adriana, que es lesbiana, mientras vamos en una especie de moto al hotel donde nos hospedamos. Y cuando me despierto a mitad del camino, alguien nos está llevando en moto, y yo estoy recostado junto a Adriana, y me sobresalto.
Al instante siguiente es medianoche y estamos en el hotel donde nos hospedamos, no sé bien por qué, y hay un caracol gigante que ha entrado a la habitación y nos amenaza con un par de antenas enormes. Es cuando Adriana me dice que, bueno, éste caracol nos va a matar. Y es el momento en el que estoy más lúcido en mi sueño, y recuerdo a Lucía, a su caracol, y el sueño que tuve con ella. Antes de que este caracol gigante se pose encima de nosotros y nos trague.
Fin.